quinta-feira, 24 de julho de 2008

Como un dolor del pecho


Con que estúpida inocencia salimos de casa con un destino que en nuestras mentes calculamos y obviamos el camino de ese trasegar entre punto y punto de distancia. Un amigo físico le preguntaba a sus estudiantes que si X sale de A y se dirige a B cuál es la velocidad entre punto y punto. Yo me preguntó si es realmente eso lo único que deberíamos calcular, si es improbable hacer una medida de las sonrisas y miradas que ejecutadas durante el trayecto. Más aún, cuántas veces ignoramos a los que nos sobrepasan o a los que nos chocan o porque no, a los que vienen de frente. Miles y miles de seres humanos ahí, con sus problemas y nosotros con los nuestros, como sí no hubíera salida. El canillita de la esquina me mira expectante por sí de repente, en un momento de abundancia le compro un diario, o si en su infinita soledad por lo menos le comento sobre el partido de ayer o sobre la coyuntura nacional. Hay otros seres más profundamente ignorados, que, cuando invaden la órbita de nuestros pasos nos aterramos como si tuviesen la marca de maldad dentro de su registro de nacimiento. Ninguna vez nos preguntamos sí a esos seres humanos les gustaría jugar un rato con nosotros a las cartas o compartir un dibujo de la casa que no tienen o simplemente jalarnos un intercambio de sonrisas. Es el día a día que atropella cuando olvidamos la esencia de nuestra naturaleza: el amor.